domingo, 25 de mayo de 2014

Colaboraciones

¿Dónde están las campesinas?
by Esther Vivas





De pequeña ayudaba a mis padres en el puesto que tenían de huevos en el Mercado Central de Sabadell. Iba después del colegio o los sábados. En los alrededores del mercado, siempre había aquellas campesinas con sus improvisados puestos, y esas grandes cestas con verdura y fruta fresca. Una imagen que se repetía en innumerables mercados. Han pasado los años, y éstas siguen allí. Sin embargo cuándo miramos al mundo rural, las campesinas son las invisibles de la tierra. ¿Cuántas han trabajado toda su vida en el campo y no constan en ningún lugar? ¿Qué es de las campesinas? ¿Dónde están? ¿Qué futuro les espera? 


Sin derechos 

El papel de la mujer campesina ha sido clave en el campo. Mujeres que cuidaban la tierra, hijas e hijos, la casa, los animales. A pesar de los años, y los cambios producidos en el medio rural, éstas siguen teniendo un peso significativo en la agricultura familiar. Se calcula que un 82% de las mujeres rurales trabajan en el campo, según datos del Ministerio de Agricultura, eso sí, la mayoría en calidad de cónyuges o hijas, invisibles, sin derechos, consideradas formalmente, y en las estadísticas, como “ayuda familiar”. Lo que significa que no cotizan a la seguridad social, no tienen acceso a una indemnización por paro, accidente, maternidad, a una pensión digna, etc. 

En estas circunstancias, la mujer carece de independencia económica, al no obtener una remuneración personal y directa por el trabajo que realiza, y depende del marido que ostenta la titularidad de la explotación agraria. Se trata de una situación que se da con frecuencia en pequeñas fincas, con escasos ingresos, y sin posibilidad de poder pagar dos cotizaciones a la seguridad social, en consecuencia se opta por abonar la del hombre, en detrimento de la mujer. Mari Carmen Bueno del Sindicato de Obreros del Campo lo deja claro: “A nosotras no se nos consideraba ni siquiera jornaleras, éramos amas de casa según las estadísticas y entre nosotras mismas no teníamos conciencia de ser trabajadoras”. 

La propiedad de la tierra es una fuente clara de desigualdad. El 76% de las fincas tienen como titular y jefe de la explotación a un hombre, frente al 24% que se encuentran en manos de mujeres, según el Censo Agrario del 2009. Un porcentaje, este último, que ha aumentado recientemente, como explican desde el Ministerio de Agricultura, debido a que en muchas parejas de edad avanzada, el fallecimiento del cónyuge significa el paso de la propiedad a la esposa. No es fácil encontrar mujeres jóvenes o de mediana edad titulares de explotaciones. Hay que tener en cuenta que las costumbres, habitualmente, consideran como legítimo heredero de la finca al hijo primogénito y varón, la mujer, por lo tanto, sólo la hereda si no tiene hermanos. 

En los casos en que la mujer está al frente de la explotación, ésta suele ser más pequeña, menos rentable y se encuentra ubicada, mayoritariamente, en zonas desfavorecidas o de montaña. Un dato lo ilustra claramente: el 61% de las mujeres titulares de fincas agrarias lo es de parcelas marginales y de difícil viabilidad económica, que para sobrevivir necesitan de otro empleo y que, según el Libro Blanco de la Agricultura y el Desarrollo Rural, tienen mayor riesgo de desaparecer. En Galicia, por ejemplo, se encuentra una cuarta parte de las mujeres que son titulares de explotaciones, y el 79% lo es de pequeñas fincas. 

La toma de decisiones en el campo, igualmente, recae en buena medida en el hombre. En la unidad familiar hay un claro reparto de tareas en función del sexo. De este modo, aquellas actividades de carácter y responsabilidad pública (trabajo asalariado, participación en instancias políticas, transacciones económicas relevantes) recaen en los varones, mientras que las de carácter privado (trabajo doméstico, cuidado de las personas dependientes, alimentación y salud de la familia) lo hacen en las mujeres. Una división de roles que otorga al campesino, y no a la campesina, el poder de decisión. Igualmente, la acumulación de trabajo productivo y reproductivo, y el no reparto de responsabilidades domésticas, impide a la mujer contar con tiempo disponible para participar en espacios de representación pública. 

Las cooperativas agrarias, por ejemplo, están altamente masculinizadas. Un 75% de sus miembros son hombres, frente al 25% de mujeres, y éstas enfrentan importantes barreras para acceder a sus órganos de gestión, donde su participación es tan solo del 3,5%, según el informe La participación de las mujeres en las cooperativas agrarias. La membresía y las direcciones de la mayor parte de sindicatos agrarios son otro claro ejemplo, integradas esencialmente por hombres, a pesar del trabajo fundamental y diario de la mujer en el campo. 


Adiós al mundo rural 

El mundo rural, asimismo, ha sufrido una continua pérdida de población, que ha significado su envejecimiento y “masculinización”. Si en 1999, el 19,4% de los habitantes del Estado español residía en algún municipio rural, diez años más tarde este porcentaje había descendido hasta el 17,7%. En los municipios con menos de dos mil habitantes, la caída era más aguda, con la pérdida del 30% de su población, según datos del Padrón municipal de 1999 y 2008. La vida rural se ha ido apagando. La migración de la gente joven unido al crecimiento demográfico negativo han sido las causas.Aunque parece que en los últimos años, dicha tendencia se ha estancado y se observa, también, una “vuelta al campo” por parte de gentes de ciudad, aunque insuficiente, de momento, para frenar su despoblación. 

El mundo rural padece un envejecimiento acelerado, el 22,3% de sus habitantes son mayores de 65 años, frente al 15,3% de las zonas urbanas. Los jóvenes que quieren estudiar marchan a las grandes urbes, y muchos ya no vuelven. A la vez, el número de mujeres con edades comprendidas entre los 20 y los 50 años disminuye, como recoge el informe Programa de desarrollo rural sostenible (2010-2014) del Ministerio de Agricultura, produciéndose una creciente “masculinización” del campo. 

Las mujeres emigran a las ciudades ante la falta de oportunidades laborales en sus municipios y por las “resistencias sociales” a que éstas asuman trabajos realizados tradicionalmente por hombres. De igual modo, y como señalan desde la Federación de Asociaciones de Mujeres Rurales, su marcha se debe también “a la presión social derivada de la presencia de roles y estereotipos de género” y a la falta de servicios e infraestructuras (escuelas infantiles, asistencia sanitaria, transporte público, centros culturales) en los pequeños municipios. 


Salud amenazada 

Otro de los impactos del sistema agrícola industrial en las mujeres campesinas y en el mundo rural se da sobre su salud. Hace unos meses, en un encuentro de mujeres campesinas en Tenerife, tuve la suerte de coincidir con la bailarina Ana Torres y su compañía Revolotearte. En dicho encuentro, realizaron la performance ‘Primavera Silenciosa’, inspirada en la obra literaria del mismo nombre de Rachel Carson, y donde retratan brillantemente, a través de la danza, el cuerpo y las imágenes, el brutal impacto del uso de agrotóxicos en la salud de las jornaleras en las plantaciones de tomateras en Las Canarias. La performance compagina una impactante coreografía con imágenes y declaraciones de trabajadoras del campo que explican en primera persona su experiencia. 

“Yo me acuerdo. Nosotras en el llano y pasar la avioneta por encima de nosotras fumigando. Y nos quedábamos enchumbadas como cuando te cae una lluvia, igual. Todas llenas de veneno”, afirma una de las jornaleras entrevistadas. Y otra añade: “No conocí los guantes, no conocí una mascarilla, no conocí lavarme las manos para sentarme a comer, porqué allí no se decía nada”. Y una más: “Vivíamos en la ignorancia. Sulfataban, pues sulfataban. El capataz nos decía que eso no mata a animal con hueso. Y nosotras veíamos a las orugas, las lagartijillas… y decíamos: ‘Esto al no tener hueso, pues claro, a las pobres las mata’. Y, entonces, no piensas que a ti también te puede hacer daño”. 

En el Archipiélago Canario, según recoge la investigación de la Unidad de Toxicología de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, el uso sistemático de grandes cantidades de pesticidas en la agricultura intensiva, entre ellos el DDT, que fue prohibido en Europa a finales de los años 70, ha tenido un impacto directo en la salud su población. Según la Agencia Internacional de Investigación en Cáncer, el DDT es una sustancia carcinogénica: “La exposición crónica al DDT y derivados se ha relacionado con diversos tipos de cánceres dependientes de estrógenos, como el cáncer de mama”. 

Según dicha investigación, que sirvió como material de trabajo y documentación para la obra ‘Primavera Silenciosa’, el conjunto de la población canaria tiene unos niveles de residuos de DDT muy superiores a la media europea. En concreto, un 99,3% de los casos analizados presentaba algún tipo de residuo derivado del DDT, siendo las mujeres las más afectadas. No en vano, y como indica el mismo estudio, “las Islas Canarias tienen una de las cifras más altas de incidencia y mortalidad por cáncer de mama” de todo el Estado. Andalucía es la segunda comunidad autónoma más afectada. Hay una relación directa entre agricultura intensiva, uso de agrotóxicos y altos niveles de DDT en la población e impacto en la salud pública, especialmente en las mujeres, y en las mujeres campesinas. 


Ley de titularidad compartida 

Ante esta situación de agresión, falta de derechos e invisibilidad, las mujeres campesinas se han organizando y exigido cambios. Una victoria significativa ha sido la Ley de Titularidad Compartida de las Explotaciones Agrarias, una demanda largamente reclamada, y aprobada, finalmente, por el Gobierno en septiembre del 2011, y que tenía como objetivo favorecer la igualdad real de género en el campo. De este modo, la Ley permite a las campesinas figurar como cotitulares de la finca, junto a su cónyuge, administrar y representar legalmente la explotación y que sus rendimientos económicos, ayudas y subvenciones correspondan a ambos. Se trata de dejar de lado el concepto de “ayuda familiar” y reconocer plenamente el trabajo de las mujeres en la finca. 

Sin embargo, y como señalaba la secretaria general del Sindicato Labrego Galego Carme Freire, a pesar de que “la Ley de Titularidad Compartida supone un paso de gigante a la hora de avanzar en el reconocimiento de los derechos de las mujeres en el ámbito profesional agrario”, ésta tiene carencias importantes como, por ejemplo, el hecho de que “para conseguir esa titularidad, el compañero o cónyuge debe estar de acuerdo en que podamos ser cotitulares. Es como si nos tuvieran que dar permiso para hacer efectivo un derecho”. Asimismo, la responsable de política territorial del sindicato Unió de Pagesos en Catalunya Maria Rovira considera que dicha Ley beneficia a las mayores explotaciones que pueden dar de alta sin problemas a las mujeres en la seguridad social para constar como cotitulares, y en consecuencia ser consideradas explotaciones “prioritarias”, con mayor acceso a ayudas e incentivos fiscales, en detrimento de las pequeñas fincas. 

Más de dos años después de su puesta en marcha, sus límites son evidentes y su aplicación efectiva sigue pendiente. En realidad, tan solo unas cien agricultoras, de las 200 mil que no son titulares, han solicitado la cotitularidad, debido al escaso interés de la administración en publicitar la medida, y cuándo se demanda, la falta de información y las trabas burocráticas dificultan su ejecución. La responsable del Área de Mujeres de la Coordinadora de Organizaciones Agrarias y Ganaderas (COAG) Idáñez Vargas tachó la Ley de ineficaz y criticó “el fracaso absoluto de este texto legislativo por su carácter voluntario y no obligatorio”. 


Nuevo campesinado femenino 

Actualmente, un nuevo campesinado empieza a emerger en el mundo rural. Es lo que la doctora en geografía y medio ambiente Neus Monllor ha definido, en su tesis “Explorant la jove pagesia: camins, pràctiques i actituds en el marc d’un nou paradigma agrosocial“, como “jóvenes que están haciendo las cosas de otra manera, tanto si vienen de la agricultura tradicional como si son recién llegados. Se trata de jóvenes que están tomando las riendas de su actividad, que intentan ser muy autónomos y vender su producto directamente, que tienen muy en cuenta el territorio y la calidad… Sobre todo, este nuevo campesinado rompe con el discurso pesimista y continuista”. 

En este nuevo campesinado, el papel de las mujeres es relevante y fundamental. En muchos lugares del Estado vemos nuevas experiencias de trabajo en el campo encabezadas por mujeres, en la agricultura y la ganadería, que toman los principios de la soberanía alimentaria y la agroecología como estandarte. Al mismo tiempo, se multiplican iniciativas que plantean, en las ciudades, otro modelo de consumo, con una relación directa y solidaria con el productor, como son los grupos y cooperativas de consumo agroecológico, donde las mujeres, una vez más, juegan un rol primordial. Y no olvidemos los proyectos de huertos urbanos y las propuestas contra el despilfarro alimentario que han ido ganando peso en los últimos años, con una participación muy activa de mujeres. 

Más allá de la necesaria coordinación entre estas experiencias que apuestan por otra producción, distribución y consumo de alimentos, creo imprescindible una mirada, y una reflexión, feminista a su trabajo. Algunas de las dificultades que éstas pueden afrontar son idénticas, desde una perspectiva de género. Las reflexiones conjuntas de sus mujeres, sin lugar a dudas, pueden significar un paso adelante. ¿Dónde están la campesinas? Nos preguntábamos al inicio del artículo. Las campesinas están aquí, al frente, y pisando más fuerte que nunca.

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